WILLIAM F. NOLAN
—¿Aún no te has duchado, Janey?
Era la voz de su madre en la planta baja, que flotaba como el humo hacia ella, apenas audible desde su cama. Más fuerte en ese momento, insistente.
—¡Janey!
¡Contesta!
Se levantó, se
estiró como una gata, salió al pasillo, al rellano, donde su madre pudiera
oírla.
—Estaba
leyendo.
—Pero si te
dije que tío Gus vendría esta tarde.
—Le odio —dijo
Janey en voz baja.
—Estás
murmurando. No te entiendo. —Frustración. Enojo y frustración—. Baja ahora
mismo.
Cuando Janey
llegó al pie de la escalera, la imagen de su madre ondeaba como el agua. La
pequeña cerró y abrió los ojos con rapidez, esforzándose en despejar sus
lacrimosos ojos.
La madre de
Janey se alzaba ante ella, alta, voluminosa y perfumada con su satinado vestido
veraniego. Mamá siempre parece bonita cuando viene tío Gus.
—¿Por qué
lloras?
El enfado
había cedido el paso a la preocupación.
—Porque sí
—dijo Janey.
—¿Por qué?
—Porque no
quiero hablar con tío Gus.
—¡Pero si él
te adora! Viene especialmente a verte.
—No, no es
verdad —dijo Janey mientras se frotaba la mejilla con su puñito—. No me adora,
y no viene especialmente a verme. Viene a pedir dinero a papá.
Su madre se
sobresaltó.
—¡Es espantoso
que digas eso!
—Pero es
verdad. ¿A que sí?
—A tu tío Gus
lo hirieron en la guerra y no puede hacer un trabajo normal. Hacemos lo que
podemos para ayudarle.
—Yo nunca le
he gustado —contestó Janey—. Dice que hago mucho ruido. Y nunca me deja jugar
con «Bigotes» cuando está aquí.
—Eso es porque
los gatos le fastidian. No está acostumbrado a ellos. No le gustan las cosas
con pelo. — La mujer tocó el cabello de Janey. Oro blando—. ¿Recuerdas ese ratón
que trajiste la Navidad pasada, qué nervioso puso a tío Gus…? ¿Te acuerdas?
—«Pete» era
muy listo —dijo Janey—. No le gustaba tío Gus, igual que a mí.
—A los ratones
ni les gusta ni les disgusta la gente —le explicó su madre—. No tienen bastante
inteligencia para eso.
Janey meneó
tercamente la cabeza.
—«Pete» era
muy inteligente. Encontraba el queso en cualquier parte de mi cuarto, aunque
estuviera muy escondido.
—Eso está
relacionado con el sentido básico del olfato, no con la inteligencia —dijo su
madre—. Pero estamos perdiendo el tiempo, Janey. Sube corriendo, dúchate y
ponte tu bonito vestido nuevo, el de lunares rojos.
—Son fresas.
Tiene fresitas rojas en la tela.
—Estupendo.
Ahora obedece. Gus llegará pronto y quiero que mi hermano se sienta orgulloso
de su sobrina.
Con la rubia
cabeza gacha y arrastrando los taloncitos en cada escalón, Janey subió la
escalera.
—No hablaré de
esto a tu padre —estaba diciendo su madre, y la voz iba apagándose conforme la
pequeña seguía subiendo—. Sólo le diré que te has dormido.
—No me importa
lo que le digas a papá —murmuró Janey.
Las palabras
desaparecieron como humo en el pasillo mientras la niña se dirigía a su
habitación.
Papá creía
todo lo que le decía mamá. Siempre. A veces era verdad, lo de dormir más de la
cuenta. Era difícil despertar de la siesta. Porque yo no quiero irme a dormir.
Porque lo odio. Igual que comer brócoli, tomar pastillas de vitaminas en forma
de animalitos de colores, visitar al dentista y subir en las montañas rusas.
Tío Gus la
había llevado a una montaña rusa, altísima y pavorosa, el último verano, y
Janey había vomitado. A él le gustaba ponerla nerviosa, asustarla. Mamá no
sabía cuántas veces le decía cosas espantosas tío Gus, o le hacía bromas
pesadas, o la llevaba a sitios que a ella no le gustaban.
Mamá la dejaba
a solas con él mientras iba a comprar, y Janey aborrecía totalmente estar en la
vieja y oscura casa de tío Gus. Él sabía que la oscuridad la asustaba. Se
sentaba delante de ella con las luces apagadas, le explicaba historias
fantasmales, llenas de detalles tenebrosos y atroces, y su voz era empalagosa y
horrible. Janey se espantaba tanto cuando escuchaba a su tío que a veces
acababa llorando.
Y las lágrimas hacían sonreír a tío Gus.
Y las lágrimas hacían sonreír a tío Gus.
—Gus. ¡Siempre
es una alegría verte!
—Hola,
hermanita.
—Pasa. Jim
está holgazaneando por ahí. He preparado una cena buenísima. Pavo troceado. Y
he hecho tortas de maíz.
—¿Y dónde está
mi sobrina favorita?
—Janey bajará
en cualquier momento. Llevará su nuevo vestido… sólo para ti.
—Bien, vaya;
eso es magnífico.
Janey estaba
observando en lo alto de la escalera, tumbada en el suelo para que no la
vieran. Qué rabia le daba ver a mamá abrazando a tío Gus de aquella forma,
siempre que venía, como si hubieran pasado años desde la última visita. ¿Por
qué mamá no se daba cuenta de lo malvado que era tío Gus? Todos los amigos de
la clase de Janey habían comprendido que él era una mala persona el primer día
que la llevó al colegio.
Los niños suelen saber inmediatamente cómo es una persona. Igual que aquel viejo miserable, el señor Kruger, de geografía, que obligaba a Janey a quedarse en clase cuando olvidaba hacer los deberes. Todos los niños sabían que el señor Kruger era espantoso. ¿Por qué los adultos tardaban tanto tiempo en comprender las cosas?
Los niños suelen saber inmediatamente cómo es una persona. Igual que aquel viejo miserable, el señor Kruger, de geografía, que obligaba a Janey a quedarse en clase cuando olvidaba hacer los deberes. Todos los niños sabían que el señor Kruger era espantoso. ¿Por qué los adultos tardaban tanto tiempo en comprender las cosas?
Janey se
deslizó hacia atrás en las sombras del pasillo. Se levantó. Tenía que bajar…
con la ropa de estar por casa. Eso significaría seguramente una zurra en cuanto
se marchara tío Gus, pero valía la pena a cambio de no tenerse que poner el
vestido nuevo en su honor. Las zurras no hacían demasiado daño. Valía la pena.
—¡Vaya, aquí
está mi princesita! —Tío Gus estaba levantándola por el aire, muy fuerte, para
marearla. Ya sabía que ella odiaba los zarandeos. La dejó en el suelo con un
ruido sordo. La miró con sus crueles ojazos —. ¿Y dónde está ese bonito vestido
nuevo de que me hablaba tu mamá?
—Se me ha roto
—dijo Janey, con la mirada fija en la alfombra—. No puedo ponérmelo hoy.
Su madre
volvió a enfadarse.
—Eso no es
verdad, señorita, ¡y tú lo sabes! Planché ese vestido por la mañana y está
perfecto. —Señaló arriba—. ¡Sube otra vez a tu cuarto y ponte ese vestido!
—No, Maggie.
—Gus sacudió la cabeza—. Deja a la niña tal como está. Tiene muy buen aspecto.
Vamos a cenar. —Pinchó el estómago de Janey con un dedo—. Apuesto a que esa
barriguita tuya se muere de ganas de probar un poco de pavo.
Y tío Gus
fingió que reía. A Janey no la engañaba nunca; ella sabía distinguir las risas
verdaderas de las fingidas. Pero mamá y papá jamás parecían notar la
diferencia.
La madre de
Janey suspiró y sonrió a Gus.
—De acuerdo,
lo pasaré por alto esta vez… Pero creo que la mimas demasiado.
—Tonterías.
Janey y yo nos entendemos muy bien. —Miró fijamente a la pequeña—. ¿No es
cierto, guapa?
La cena no fue
divertida. Janey no pudo acabar el puré de patata, y sólo probó el pavo. Nunca
podía disfrutar con la comida si su tío estaba presente. Como de costumbre, su
padre apenas se dio cuenta de que ella estaba en la mesa. Él no se preocupó en
saber si llevaba puesto el vestido nuevo. Mamá se ocupaba de esas cosas, y papá
de su trabajo, fuera cual fuese. Janey no había averiguado nunca qué hacía, pero
él se iba todos los días a cierta oficina desconocida para ella y ganaba dinero
suficiente, por lo que siempre podía dar algo a tío Gus cuando mamá le pedía un
cheque.
Ese día era
domingo y papá estaba en casa para leer el enorme periódico, limpiar el coche y
podar el césped. Hacía las mismas cosas todos los domingos. ¿Me quiere papá? Sé
que mami me quiere, aunque a veces me zurre. Pero ella siempre me abraza
después. Papá nunca me abraza. Me compra helados y me lleva al cine los sábados
por la tarde, pero no creo que me quiera.
Por eso ella
nunca podría decirle la verdad sobre tío Gus. Papá no le haría caso.
Y mamá,
simplemente, no lo entendía.
Después de la
cena, tío Gus agarró firmemente de la mano a Janey y la llevó al patio. Después
la hizo sentar cerca de él en la gran mecedora de madera.
—Apostaría a
que tu vestido nuevo es feo —dijo con frialdad.
—No. ¡Es
bonito!
La aflicción
de la niña complació a tío Gus. Se agachó, acercó los labios a la oreja derecha
de Janey.
—¿Quieres
saber un secreto?
Janey contestó
que no con la cabeza.
—Quiero volver
con mamá. No me gusta estar aquí.
Janey se
dispuso a alejarse, pero él la agarró, la atrajo con brusquedad hacia la
mecedora.
—Presta
atención cuando te hablo. —Sus ojos chispeaban—. Voy a contarte un secreto… De
ti misma.
—Pues
cuéntamelo.
Gus sonrió.
—Tienes una
cosa dentro.
—¿Y eso qué
quiere decir?
—Quiere decir
que hay algo muy dentro de tu asqueroso estomaguito. ¡Y está vivo!
—¿Eh? —Janey
parpadeó: empezaba a tener miedo.
—Una criatura.
Que vive de lo que tú comes, que respira el aire que tú respiras, y que ve
gracias a tus ojos. —Acercó la cara de la niña a la suya—. Abre la boca, Janey,
para que yo pueda mirar y ver qué cosa vive ahí abajo…
—¡No, no
quiero! —Se retorció para intentar soltarse, pero él era muy fuerte—. ¡Mientes!
¡Estás contándome una mentira horrible! ¡Mientes!
—Ábrela bien
—dijo, e hizo fuerza en la mandíbula de la niña con los dedos de su mano
derecha hasta que la boca se abrió—. Ah, así está mejor. Vamos a ver…
—Escudriñó el interior de la boca—. Si, ahí. ¡Ahora lo veo!
Janey se echó
hacia atrás, con los ojos muy abiertos, francamente alarmada.
—¿Cómo es?
—¡Repelente!
¡Espantosa! Con unos dientes muy afilados. Una rata diría yo. O algo parecido a
una rata. Larga, gris y gorda.
—¡Yo no tengo
eso! ¡No!
—Oh, claro que
sí, Janey. —Su voz era empalagosa—. He visto brillar sus ojos rojos y he visto
su larga cola. Está ahí dentro, sí. Algo repelente.
Y se echó a
reír. Esta vez de verdad. No era una risa fingida. Tío Gus estaba
divirtiéndose.
Janey sabía
que él sólo pretendía asustarla una vez más…, pero no estaba completamente
segura respecto a la cosa que llevaba dentro. Quizás él había visto algo.
—¿Hay… otras
personas con… criaturas… que viven dentro de ellas?
—Depende —dijo
tío Gus—. Las criaturas malas viven dentro de las personas malas. Las niñas
buenas no tienen ninguna.
—¡Yo soy
buena!
—Bueno, eso es
cuestión de opinión, ¿no crees? —Su voz era dulce y desagradable—. Si fueras
buena no tendrías una cosa repelente viviendo dentro de ti.
—No te creo
—dijo Janey, que respiraba con dificultad—. ¿Cómo puede ser verdad?
—Las cosas son
reales cuando la gente cree en ellas. —Encendió un largo cigarrillo negro,
aspiró el humo y lo expulsó con lentitud—. ¿Has oído hablar del vudú, Janey?
La niña meneó
la cabeza.
—Funciona así:
un brujo maldice a una persona haciendo un muñeco y hundiendo una aguja en el
corazón del muñeco. Luego deja el muñeco en la casa del hombre maldito. Cuando
el hombre lo ve se asusta mucho. Convierte en real la maldición al creer en
ella.
—¿Y luego qué
pasa?
—Su corazón
deja de funcionar y muere.
Janey notó que
su corazón latía muy deprisa.
—Tienes miedo,
¿verdad, Janey?
—Puede que… un
poco.
—Claro que
tienes miedo. —Rió entre dientes—. Y es lógico…, ¡con una cosa así dentro de
ti!
—¡Eres un
hombre malo y muy cruel! —le dijo Janey, con los ojos nublados por las
lágrimas.
Y regresó
corriendo a la vivienda.
Esa noche, en
su cuarto, Janey permanecía sentada en la cama, rígida, abrazando a «Bigotes».
Al gato le gustaba entrar allí por la noche y acurrucarse en la colcha, a los
pies de la niña, para dormitar hasta el amanecer. Era un plácido gato
doméstico, gris y negro, que jamás se quejaba de nada y siempre contestaba con
un «miau» de alegría cuando Janey lo cogía para acariciarlo. Después
ronroneaba.
Esa noche
«Bigotes» no ronroneaba. Captaba las ásperas vibraciones de la habitación,
captaba el nerviosismo de Janey. El animal se estremeció inquieto en los brazos
de la pequeña.
—Tío Gus me ha
mentido, ¿verdad, «Bigotes»? —La voz de la niña reflejaba tensión,
incertidumbre—. Míralo… —Acercó más al gato—. No hay nada ahí, ¿verdad?
Y abrió la
boca para demostrar a su amigo que ninguna rata vivía allí. Si había una rata,
el viejo «Bigotes» metería una pata para cazarla. Pero el gato no reaccionó. Se
limitó a cerrar y abrir sus rasgados ojos verdes.
—Lo sabía
—dijo Janey, enormemente aliviada—. Si yo no creo que esté ahí, no está.
Poco a poco
relajó los tensos músculos de su cuerpo…, y «Bigotes», al percibir el cambio,
empezó a ronronear: un suave y tranquilizador sonido de motor en la noche.
Todo estaba
bien. Ninguna criatura de ojos rojos existía en su barriguita. De pronto la
niña se sintió agotada. Era tarde, y por la mañana tenía que ir al colegio.
Janey se
deslizó bajo la sábana y cerró los ojos tras soltar a «Bigotes», que se alejó
silenciosamente hacia su habitual rincón de la cama.
Janey tema
muchas cosas que contar a sus amigos.
Era jueves, un
día que Janey solía odiar. Un jueves sí y otro no, su madre iba de compras y la
dejaba cenando con tío Gus en la casona encantada de éste, con los postigos
bien cerrados para que no entrara el sol, y las sombras llenando todos los
pasillos.
Pero ese
jueves iba a ser distinto, y Janey no se preocupó cuando su madre se marchó y
la dejó sola con su tío. Esta vez, pensó la niña, no iba a tener miedo. Soltó
una risita.
¡Hasta podía
divertirse!
Tras ponerle
un plato de sopa delante, tío Gus le preguntó cómo se encontraba.
—Bien —dijo
Janey tranquilamente, con los ojos bajos.
—Entonces
podrás apreciar la sopa. —Sonrió, tratando de que su apariencia fuera
agradable—. Es una receta especial. Pruébala.
Janey se metió
una cucharada en la boca.
—¿A qué sabe?
—Un poco
ácida.
Gus meneó la
cabeza mientras probaba la sopa.
—Ummm…
Deliciosa. —Hizo una pausa—. ¿Sabes de qué está hecha?
Janey contestó
que no con la cabeza.
Gus sonrió y
se inclinó hacia la niña al otro lado de la mesa.
—Es sopa de
ojos de búho. Hecha con ojos de búho muerto. Machacados y recién extraídos para
ti.
Janey sostuvo
la mirada de su tío.
—Quieres que
devuelva, ¿verdad, tío Gus?
—Dios mío, no,
Janey. —Había un empalagoso deleite en su voz—. Pensaba que te gustaría saber
qué estabas tragando.
Janey apartó
su plato.
—No voy a
vomitar porque no te creo. Y cuando no crees una cosa, no es real.
Gus la miró
ceñudamente mientras terminaba la sopa.
Janey sabía
que él planeaba contarle otra espantosa historia de fantasmas después de comer,
pero no estaba nerviosa. No lo estaba.
No lo estaba porque
no habría sobremesa para tío Gus.
Había llegado
el momento de su sorpresa.
—Tengo algo
que decirte, tío Gus.
—Pues dímelo.
Su voz era
aguda y desagradable.
—Todos mis
amigos del colegio saben lo del animal que está dentro. Hablamos mucho de eso,
y ahora todos lo creemos. Tiene ojos rojos… Es muy peludo y huele mal. Y tiene
muchísimos dientes afilados.
—Naturalmente
que sí —dijo Gus, con el rostro iluminado por las palabras de la niña—. Y
siempre tiene hambre.
—Pero ¿a qué
no sabes una cosa? —Prosiguió Janey—. ¡Sorpresa! No está dentro de mí, tío Gus…
¡Está dentro de ti!
Gus la miró
coléricamente.
—Eso no es
nada divertido, pequeña zorra. No intentes dar la vuelta a las cosas y fingir
que…
Se detuvo sin
acabar la frase, y mientras la cuchara caía con estrépito al suelo, se levantó
de repente. Tenía la cara enrojecida, como a punto de asfixiarse.
—Y ahora
quiere salir —dijo Janey.
Gus dobló el
cuerpo sobre la mesa, aferrándose el estómago con las manos.
—Llama… Llama
al… médico —dijo jadeante.
—Un médico no
servirá de nada —contestó satisfecha Janey—. Nada sirve ya de nada.
Janey siguió
tranquilamente a su tío mientras masticaba una manzana. Le vio tambalearse y
caer ante la puerta, le vio agitarse, con los ojos desorbitados por el pánico.
Janey se detuvo
junto a tío Gus y le miró el estómago bajo la camisa blanca.
Algo abultaba
allí.
Gus lanzó un
grito.
Más tarde, esa
noche, sola en su cuarto, Janey apretó a «Bigotes» contra su pecho y musitó en
la temblorosa oreja de su gatito:
—Mamá ha
llorado —explicó al animal—. Está muy triste por lo que le pasó a tío Gus.
¿Estás triste tú, «Bigotes»?
El gato abrió
la boca y dejó ver sus afilados y blancos dientes.
—No lo había
pensado… Eso es porque tío Gus te gustaba tanto como a mí, ¿verdad?
Abrazó al
gato.
—¿Quieres
saber un secreto, «Bigotes»?
El gato cerró
y abrió los ojos tranquilamente, y empezó a ronronear.
—¿Sabes, ese
viejo malo del colegio…, el señor Kruger? Bueno, ¿sabes qué? —Sonrió—. Yo y los
otros niños pensamos hablar con él mañana para decirle que tiene algo dentro…
Janey se
estremeció de placer.
—¡Algo
repelente!
Y se rió como
una tonta.
— FIN —
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